Luis había nacido en la Ciudad de México, hace más de tres décadas, era su primera vez en Toledo, pero había organizado el viajes, al menos en su mente, después de contagiarse de COVID, ya que pensaba que al salir de la enfermedad, tendría los anticuerpos y vacunas necesarias para realizar un viaje.
Ahorró algo de dinero, buscó algunas ofertas en vuelos y sobretodo, había pasado gran parte de su cuarentena viendo videos de construcciones, hasta que encontró uno sobre la historia de esa Ciudad, otro hablando de comida, otro de mazapanes, sobre la catedral, la muralla, un lugar de tapas y hasta uno de un recorrido cervecero, así sucesivamente hasta que el algoritmo lo dispuso a recorrer la ciudad, de punta a punta.
De profesión arquitecto, porque desde de pequeño le fascinaban las construcciones antiguas, siempre le había parecido sorprendente la forma en la que algunas ciudades conservan gran parte de sus trazas originales y como chilango, le sorprendía más que la México Tenochtitlán, hubiera quedado bajo el Centro Histórico; cómo resistió el pasar del tiempo y continúa emergiendo gracias a los arqueólogos. Aunque en verdad, le hubiera gustado ser arqueólogo, pero el porqué no lo fue es sencillo va de la mano del viejo dicho, el hubiera no existe: es alérgico al polvo e incluso, cuando trabaja en alguna construcción, siempre usó cubrebocas o un cargamento de antihistamínicos y hasta antivirales, técnicas que seguramente lo ayudaron a sobrevivir a la pandemia de nuestro tiempo.
Llevaba en Toledo una semana, llegó de Madrid en tren, bajó de la estación y caminó con maleta y mochila, se había propuesto recorrer lo más que pudiera de sus calles y barrios, fotografiando con su cámara y su celular cada construcción, aunque le parecía casi un sueño, esperaba poder recuperar algo de estas construcciones en algún proyecto, pero en su mente se había escrito casi en piedra el viejo dicho de su jefe: “La gente hoy, sólo busca cajas de zapatos con ventanas”, aunque en esa ciudad, existen balcones y hasta azulejos que tienen más de 500 años.
Dos de las cosas que lo hacían sentirse más orgulloso de sí mismo eran el siempre tener hambre y el ser experto en encontrar lugares para comer con las 3B: buenos, bonitos y baratos, seguro un poder que cualquier chilango que se respete, dice tener.
En su estancia ya había encontrado pequeños lugares de tapas y hasta la pizza de un euro, de la cual podría sobrevivir si no fuera intolerante a la lactosa; en sus recorridos por la ciudad, ya se había perdido entre los arrabales y el barrio sefardí, ya había visitado casi todas las iglesias y había tomado una birra en Santo Tomé, hasta pagó por la entrada a la iglesia para ver el cuadro del Greco, el cuál le sorprendió porque lo imaginaba más grande, probó mazapanes, pagó el autobús de dos pisos para tomarse foto en la vista panorámica de la ciudad, de día y de noche, caminó de arriba a abajo, tomó varios recorridos, incluidos: el de calles, el de conventos y hasta el de cerveza.
Aquel viernes, todavía le faltaban dos días en la Ciudad y había guardado el recorrido por la Catedral para ese día y aunque cada mañana amanecía con la vista de la torre desde la ventana de su habitación, el campanario de la catedral le parecía espectacular, un día antes le había tomado una foto en el atardecer desde el campanario de la Iglesia de los Jesuita, por la cual ya había recibido elogios de su comunidad de seguidores en las redes sociales; aquel acontecimiento lo animó a pensar que valía la pena pagar diez euros para poder tomar fotografías del interior de la Catedral, aunque al final, no quiso subir al campanario, porque implicaba formarse en una fila casi interminable, llena de asiáticos con cámaras de todos tamaños, que al acercarse lo observaron con miradas extrañas, él pensó que fue por la playera de la selección que llevaba, pero alcanzó a escuchar a un par decirle un sutil y casi incomprensible —¡Tacos, tacos!—
Y se dijo que, aunque uno no debe negar la cruz de su parroquia, estar solo entre tanta gente, con un idioma incomprensible y aguantar una hora y media, soportando las risas o las preguntas sobre qué salsa pica más o porqué los mexicanos “sólo comemos taco”, implicaba tener que convivir y no, no era para él, siempre se consideró una persona más bien antisocial.
A la salida de la Catedral, una gitana de aspecto extraño le intentó vender una ramita de romero. Había visto el video sobre este tipo de acontecimientos en TikTok.
—¡Ay! Miren quién viene ahí, un mexicano con cara de buena gente. Ven aquí, mialma.
Dijo la señora mientras intentaba tomarle el brazo para poner la ramita verde entre sus manos.
Luis contestó — No, no, muchas gracias — Quitándole la mano rápidamente.
— No, mialma, ni se te ocurra despreciar este regalo, que además te va a dar mucha suerte— Alcanzó a decir la mujer con chal negro y falda multicolor, continuando —¡Te digo mi alma, que si la rechazas, algo malo te pasará, para que aprendas la lección, de no despreciar la suerte que te da este mujer, si no llevas la ramita de romero! Que sus hojas te protegerán hasta de la peste y del covid ése.—
— ¡Estafa para turistas! es más: ¡Chingaderas! Yo no creo es ésas cosas, creo en la ciencia y las vacunas— Le espetó Luis es tono claramente chilango.
— Pues mi alma, ya que no quieres el romero y la ayuda, te digo que algo malo te pasará a ti, hasta que la lección sea aprendida y ya te acordarás de mí cuando no puedas descansar— Luis se alejó caminando tranquilamente por la calle Cardenal Sinceros, sin preocuparse de la gitana y su romero, mientras ella balbuceaba algunas palabras que no alcanzó a entender.
Su Airbnb se encontraba en la calle del Locum #9, justo en una esquina de una callecita con una curva muy singular, en un edificio que según la descripción fue construido en el siglo quince y había sido habitado en la mayoría de su existencia por médicos que atendían a los párrocos de la Catedral; en las fotos de la propaganda le había parecido muy pintoresco, sobretodo sus corredores recubiertos de madera y su diseño moderno con acabados casi minimalistas, en un interior que había respetando los acabados originales en las áreas comunes, además estaba a muy buen precio, claro está que casi se pierde entre las callecitas sinuosas del casco histórico, tratando de encontrar la dirección la primera vez, pero después de unis días ya se había hecho experto en regresar a casa.
Locum quiere decir lugar, aunque buscando un poco en internet, Luis había encontrado que era la calle del baño de la antigüedad y que incluso por cómo se escucha la palabra, él pensaba que era la calle del loco, un pretexto más para quedarse ahí, porque en su adolescencia fue fanático del Canto del Loco, una banda española que ahora se había vuelto un gusto más bien, culposo.
Subió las escaleras, tenía en la mente el plan perfecto, dejaría algunas compras de recuerdos que había hecho en algunas tiendas y saldría por algo de comer, seguro volvería a la Plaza de Zocodover, para sentarse a tomar un café con un bocata de jamón serrano, mientras observaba el bullicio de la plaza, a los turistas caminar y hasta podría encontrarse con los asiáticos del grupo de la catedral a su salida, ya podía saborearse todo sólo con recordar el de ayer y el de antier, aunque debía meter en la mochila la cajita con su botiquín, con lo que él pensaba eran medicamentos indispensables, porque un día antes había olvidado tomarse la pastilla para la lactosa y por no preguntar al mesero, habían puesto al bocata un poco de queso y como a Luis no le gustaba desperdiciar comida, sumándole que seguro sería queso manchego del bueno, acabó comiéndolo, claro está que sufrió desde el primer bocado, pero esta vez iría preparado; sacó una Coca Cola Zero del refrigerador del departamento, tomó un vaso y la sirvió, sacó la pastilla y la llevó a la boca, tomó un trago y no hay nada como cerrar los ojos cuando le das un trago para sentir el sabor del azúcar, pasando por tu garganta, aunque el sabor era diferente.
No pudo terminar su vaso de Coca Cola, sin percatarse que tenía un sabor extraño, el líquido que siempre ha sido de un color café casi negro, había cambiado hacia un líquido claro y transparente. Dejó caer el vaso y gritó. —¿Qué chingados? — Una extraña sensación se apoderó de su cuerpo, vio el pequeño botiquín y pensó haberse equivocado de pastilla pero no. Pensó volverse loco, se acercó a la tarja de la cocina, abrió la llave del agua y echó agua a la cara, tiró el resto del agua del vaso y sin pensarlo mucho, se dispuso a salir de casa, seguro era por el hambre que tenía y necesitaba aire fresco.
Tomó su mochila, metió la pequeña caja del botiquín, las llaves aun estaban en su bolsillo y había guardado su teléfono, se percató que olvidó cargar la batería externa un día antes, aunque no le importó que su teléfono casi se quedara sin batería, pensó que no le sería necesario y aprovecharía para usar la cámara y desconectarse un poco, nadie le hablaba con tantas horas de diferencia y estaba de vacaciones.
Abrió la puerta del apartamento del segundo piso y se percató que otra cosa extraña pasaba. No podía ser posible que el corredor y la escalera hubieran cambiado de iluminación en los quince minutos que habían pasado entre su llegada y ese momento, ahora en lugar de luz eléctrica habían 3 candelabros que iluminaban el andador, con velas que estaban por agotarse.
Volvió a abrir la puerta de su apartamento y todo parecía normal. Aunque su instinto dictaba que se quedara en casa, su espíritu viajero le decía que no pasaba nada, así que bajó las escaleras. Tal vez una broma de los caseros. En el primer piso se encontraban el mismo número de candelabros en una mesita a mitad del corredor, en la que además se podía observar una máscara con forma de pico de ave y una toga en un perchero, que más bien parecían de carnaval o de alguna película de terror; aunque había reconocido el atuendo, no era creíble que un médico de la peste negra o de la bubónica hubiera dejado esto ahí, pero alcanzó a reconocer el olor a romero y unas ramitas que apenas se asomaban desde el interior de la máscara.
Bajó corriendo a la puerta de la calle, parecía todo normal, así que caminó con rumbo a la plaza de Zocodover, decidió ponerle otras imágenes a su cabeza, así que siguió saboreando nuevamente el bocata en su cabeza, se encontraba nuevamente con la calle Cardenal Sinceros.
Observó a algunas personas que parecían como sacados de una fiesta medieval pero lo que más le sorprendió fue el paso de algunas personas con la misma toga que había visto en casa y llevaban a una persona tosiendo mientras gritaban:
—¡Abrid paso que viene la plaga! ¡Abrid paso que viene la muerte! ¡No salgan de sus casas!—
Uno de los hombres observó a Luis. Él sintió como sus ojos se clavaron en los suyos y sin poder ver su boca sólo escuchó. —¡Eh tú chaval! ¿Qué haces fuera? Anda y regresa a tu casa, si no quieres morirte —
Luis sintió como si los videos de YouTube que había visto, se apoderaran de su mente, es más, muchos de ellos se habían hecho realidad. Regresó corriendo al número 9, abrió la puerta y subió las escaleras en lo que pareció un salto mientras decía —¡Vete a la verga, vete a la verga, vete a la verga! — Corrió al segundo piso, abrió la puerta de su apartamento y todo parecía normal.
Llegados a este punto, lo mejor que se podría hacer sería dejar de seguir leyendo esta historia, porque, después de muchos improperios, cuantiosas lágrimas y darse cuenta que no había internet, ni luz, agua, teléfono fijo y tenía 2% de carga en su celular, Luis no supo qué hacer. Aunque su instinto aventurero le pedía a gritos que tomara la toga y la máscara, para salir a explorar y cumplir su sueño, su mente y la ansiedad no le permitían llegar a una conclusión lógica.
Aunque podemos pensar también que Luis tomó valor, salió de su apartamento, se puso la toga, la máscara y salió a describir Toledo, porque bien sabemos que tenía hambre, pero además contaba con medicamentos y hasta su cámara tenía 4 baterías extras, había sobrevivido ya hasta a la COVID y sabía que dentro de su mochila, tenía cosas que lo ayudarían. Pero insisto, muy amable lector, dejemos al pobre Luis, que acurrucado tras la puerta de su apartamento, lloraba amargamente por no haber aceptado la ramita de romero y no haberle pagado a aquella gitana los diez euros que seguramente le pediría, que en verdad era una estafa, ahora estaba, en no sabía cuándo, no sabía porqué y sin unos tacos con salsa de la que pica, para quitarse el hambre.
FIN