En su piel, esa primera frontera que lo conecta con el exterior, Francisco Mata Rosas (Ciudad de México, 1958) lleva tatuada la línea divisoria del norte del país. Los 3,200 kilómetros que parten de Playas de Tijuana, en Baja California, a Playa Bagdad, en Tamaulipas, y viceversa, recorren su antebrazo y le recuerdan a diario lo que siempre ha sido su interés y motivo de reflexión: “los límites, en todos los sentidos: técnicos, ideológicos, geográficos”.
El próximo jueves 25 de agosto, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) reconocerá la trayectoria de 37 años de Mata Rosas, en un oficio “que tiene la capacidad de evocar, invocar y convocar”, durante el arranque del 23 Encuentro Nacional de Fototecas, al que la Fototeca Nacional vuelve a citar en Pachuca, Hidalgo, en el marco de la campaña “Volver a verte”, de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México.
Previo a recibir la Medalla al Mérito Fotográfico, junto con su amiga y colega Vida Yovanovich, el fotodocumentalista conversa sobre sus andares en la disciplina, un medio que –como otros, dice– sirve para expresar un punto de vista, “desde donde uno está parado, desde donde uno está construido”. Él suele apostarse en los confines, no es extraño que entre sus lugares favoritos esté Playas de Tijuana, donde gusta imaginarse como el último o el primer latinoamericano, depende adónde se vaya, en el borde su identidad regional y lingüística.
“Siempre me han interesado mucho los límites. Eniac Martínez y yo recorrimos la orilla del país, porque queríamos saber cómo se ve el país desde su cáscara, así surgió el proyecto ‘Litorales’, porque cuando dibujamos mentalmente a México, todo es litoral, donde todo acaba; pero también me atraen los grupos marginales que es otra forma de límite, los barrios; por ejemplo Tepito, que es una trinchera, un lugar de resistencia desde hace 500 años y, claro, la frontera norte, de la que siempre me llamó comprender su diversidad”.
El último regalo de Santos Reyes que recibió Francisco Mata, fue su primera cámara, una Polaroid 104 de película instantánea, la cual le recuerda las sesiones familiares en que su padre, dueño con sus tíos de un taller de offset, proyectaba diapositivas en la sala de su casa, “un acto casi ceremonial”, y la religiosidad con que llegaban las revistas Life en español y National Geographic. Un contacto demasiado cotidiano con la imagen, como para que un joven pensara en ella como vocación.
Ingresó a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, atraído porque entre sus profesores estaban grandes exponentes del periodismo, como Vicente Leñero, Manuel Buendía, Miguel Ángel Granados Chapa y Julio Scherer, entre otros, pero se desilusionó ante su ausencia en el salón de clases. Entonces, se cambió a la carrera de Comunicación, en la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Xochimilco.
“Me gustaba la crónica urbana, admiraba a Carlos Monsiváis y a José Joaquín Blanco, fui reportero un corto tiempo, después fundé una agencia de fotografía con dos colegas, que resultó un imán a este mundo. Alguna vez en una charla, Fabrizio Mejía Madrid me dijo que sigo haciendo crónica, solo que sin faltas de ortografía.
“Comencé como fotoperiodista de forma circunstancial, y la manera en que la fotografía se entendía en La Jornada, determinó por completo mi manera de trabajar. En esa época, cargábamos con nuestra cámara todo el tiempo, de manera que muchas de las fotos de vida cotidiana que se publicaban eran prácticamente autobiográficas, era nuestro traslado en el Metro, nuestra noche con los amigos en Garibaldi, la fiesta en casa de alguno de los compañeros”.
Francisco Mata recuerda a dos figuras de la street photography a la mexicana: Nacho López y Héctor García. Al primero lo considera “el gran cronista de la ciudad que llevó la fotografía mucho más allá de reflejar la realidad. Él construía experimentos sociales para hablar de algo en particular; del segundo aprendió su lección más importante en el oficio: vivir el momento.
“Algo anda mal, cuando como fotógrafo dejas de vivir por tomar imágenes. Definitivamente, es más importante vivir y tener experiencias, que fotografiarlas. Muchas veces, ante la intensidad de lo que soy testigo, guardo la cámara y prefiero tener la experiencia de todo lo que está sucediendo. Esa vivencia que me hizo mejor persona, saldrá en otro momento, en otra fotografía”, comenta.
Ese proceso introspectivo sobre las realidades que observaba, llevaron a Francisco Mata a dejar la inmediatez del fotoperiodismo, para abocarse a una fotografía de mayor profundidad, análisis, perspectiva y exigencia. Aún en las filas de La Jornada, concibió los proyectos “Sábado de Gloria” y “México-Tenochtitlan”, de los que se desprenden algunas de sus fotos emblemáticas: Panzazo, donde un gordo se despliega en horizontal sobre una alberca atiborrada, y Mictlán, en la que la muerte asciende del inframundo-Metro, para visitar a los vivos.
De ese núcleo que los chilangos llamamos “zócalo”, el fotodocumentalista ha ido dibujando una espiral en torno a su gran tema: la Ciudad de México, centrándose en retratar y reivindicar la identidad tepiteña, a la que ha dedicado dos exposiciones que han derivado en los libros Tepito ¡bravo, el barrio! y Tepito existe porque resiste.
Francisco Mata equipara el momento actual de la fotografía, con la del pintor que tiene todos los colores y brochas para impregnar cada pincelada de una intensidad particular, por ejemplo, en nueve países llevó consigo una cámara de plástico para crear la serie Arca de Noé; ahora, la última edición de un libro con imágenes que capturó con la cámara de un teléfono celular y un dron, como un ave de presa que desciende sobre la capital del país.
Fuente: INAH / Foto: Cortesia